¿Qué es la Epigenética y en que nos puede ayudar?

27 de Mayo de 2025

Imagina que el ADN de cada célula es un inmenso libro heredado de tus antepasados. Las letras —A, T, C y G— permanecen ordenadas en la misma secuencia desde el momento en que te conciben; sin embargo, el relato que ese libro cuenta sobre ti cambia cada día. ¿Cómo es posible? La respuesta vive en la epigenética, un sistema de notas al margen, tachones y subrayados químicos que el propio organismo, y a veces también la experiencia, van añadiendo página tras página.

Cuando la experiencia se sienta en el escritorio del genoma

Al nacer, la mayoría de tus genes están preparados para responder a señales: la luz de la mañana que despierta el reloj interno, el aroma de la comida que pone en marcha la digestión, la caricia que alivia el llanto del bebé. Cada señal envía mensajeros moleculares que llegan hasta los rollos de ADN y deciden qué párrafos se leen en voz alta y cuáles se cierran con llave. A estos mensajeros los biólogos les ponen nombres que suenan técnicos —metilación, acetilación, ARN no codificante—, pero en esencia todos cumplen la misma función: son bibliotecarios que colocan marcas de “abrir” o “cerrar” sobre los capítulos de tu historia genética.

Lo fascinante es que estos bibliotecarios responden tanto a hechos tangibles —un nutriente, una toxina, el ritmo del corazón durante el ejercicio— como a mundos que sólo existen en tu mente: la emoción de un reencuentro, la tensión sostenida de una preocupación, la calma de un suspiro consciente. La epigenética es, así, un puente por donde lo vivido se vuelve molécula.

El cuerpo como cuaderno palimpsesto

Cada vez que respiras hondo, preparas verdura fresca o ríes con alguien querido, añades pequeñas correcciones a tus genes: activas defensas antioxidantes, aflojas la inflamación que acecha en silencio, refinas la manera en que las células usan la energía. De forma parecida, noches de insomnio o discusiones interminables pueden pegar etiquetas de alarma que hacen que el sistema inmune —siempre noble, aunque algo dramático— crea que estás en guerra permanente.

Nada de esto borra las letras originales, pero cambia la entonación con que se leen. Piensa en una partitura musical: las notas son fijas, pero basta un cambio en la dinámica —piano, forte, crescendo— para que la melodía transmita ternura o épica. En tu cuerpo, la epigenética es ese matiz.

Curarse escribiendo

Los médicos empiezan a aprovechar esta plasticidad. Hay fármacos capaces de quitar candados epigenéticos a genes silenciados por error —algo útil, por ejemplo, en ciertas leucemias— y otros que los ponen donde conviene para frenar la multiplicación de células tumorales. Sin embargo, la parte más sorprendente es descubrir que el organismo posee su propia caligrafía sanadora.

  • Movimiento que despierta
    Caminar a paso ligero, bailar o subir una montaña no sólo fortalece músculos; también escribe sobre los genes que gobiernan la respiración celular, volviéndolos más eficientes. Cada latido sudoroso deja tinta fresca que dice: “hazte resistente, mantente joven”.

  • Alimentos que dialogan
    El verde intenso de las hojas, el índigo de los frutos del bosque y el dorado del aceite de oliva llevan pequeñas moléculas que conversan con las células como un buen editor: tachan redundancias tóxicas y realzan pasajes de reparación.

  • Silencio interno
    Cuando la mente calla —a veces después de diez minutos de meditación, otras al contemplar un amanecer— bajan los mensajeros del estrés y suben los que promueven serotonina y endorfinas. Esa química favorece que ciertos genes antiinflamatorios se acerquen a la luz del “lector”.

¿Y el misterio?

Hay preguntas que la ciencia aún formula en voz baja. ¿Por qué un trauma infantil deja cicatrices epigenéticas que pueden sentirse, décadas después, en la tensión de la nuca o en la forma de afrontar el miedo? ¿Cómo un instante de amor intenso consigue, de pronto, que el sistema inmunitario parezca recordar lo que es sentirse a salvo?

Los biólogos hablan de “herencia transgeneracional”: señales que saltan de abuelos a nietos como anécdotas familiares contadas sin palabras. Los antiguos llamaban a algo parecido “memoria del linaje”. Tal vez se trate de la misma realidad observada con lentes distintas: la certeza de que la vida escribe en capas superpuestas y que, cuando sanamos aquí y ahora, imprimimos tinta nueva que viaja más allá de nosotros.

Vivir como coautores

No somos esclavos de las primeras líneas de nuestro código, pero tampoco autores únicos que lo reescriben a capricho; somos más bien coautores. El entorno, la sociedad y los gestos propios sostienen el mismo bolígrafo. Cada elección minúscula —decir gracias, beber agua, apagar la pantalla para dormir— decide si los pasajes luminosos se subrayan o se apagan.

Así, la epigenética nos invita a una especie de humildad activa: comprender que la biología escucha todo—nuestro silencio, nuestras risas, nuestros asombros—y que, sin pretenderlo, cada día entregamos un prólogo al cuerpo que habitaremos mañana.

Que tu próxima respiración sea, entonces, palabra cuidadosa; tu próximo pensamiento, renglón amable. El libro ya está escrito, sí, pero el capítulo que comienza en este instante todavía espera tu mejor voz.

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